martes, 4 de octubre de 2022

REFUGIADOS DE UCRANIA en La Nora del Rio / COMARCA DE LA BAÑEZA

Emilio García Ranz / LA NORA.- Vinieron huyendo de la guerra, de las bombas que , sin comerlo ni beberlo, habían empezado a caer en su país de la noche a la mañana. Algunas de ellas ya trabajaban y tuvieron que dejar sus trabajos. Otras son madres que vinieron con sus hijos y apenas con lo puesto, dejando en Ucrania a sus padres ancianos y a sus maridos, luchando en el frente. La Bañera y sus comarcas se mostraron solidarias y las acogieron. Rápidamente, este pasado mes de marzo, en diferentes pueblos de movilizaron. La Bañeza, el valle del Jamuz, Quintana del Marco, corrieron la voz de la llegada de refugiados de la guerra de Ucrania. En Alija del Infantado incluso sacó un Bando municipal su consistorio pidiendo a los vecinos mantas, ropa, ropa de cama, cunas para bebes… en fin, todo lo que esta gente pudiera necesitar, porque no tenían de nada: venían con lo puesto, con las manos vacías ocupadas muchas veces en portar en brazos a sus hijos pequeños para que no les matase la metralla, una bala perdida o una bomba. En las proximidades de La Bañeza, en La Nora del Río, habilitaron el colegio Amor Misericordioso (abandonado desde que ya no hay frailes, como se abandonó el Seminario Mayor de La Bañeza), y prepararon las camas, el comedor, las instalaciones, para acoger a estos refugiados o, mejor dicho en este caso refugiadas (porque son todas mujeres). Las hay de diferente edad, desde los 20 años hasta los 50. Madres de 40, con menores a su cargo, que desde hace 5 meses han cambiado su vida en la ciudad por un pequeño pueblo de 89 habitantes (según INE 2017).
La Bañera Hoy estuvo con ellas el pasado fin de semana y nos recibieron con los brazos abiertos. Nos identificamos como prensa mostrándoles nuestra tarjeta de visita porque no se fiaban de quien pudiera venir. Nada mas decir que éramos periodistas nos hicieron pasar al centro, y en el comedor nos invitaron a un café descafeinado de bote. «No tenemos cafetera. Hace un mes que se ha roto. Pedimos una a Madrid pero no nos han contestado, nos dice Inha, (nombre ficticio para preservar su anonimato). Y es que algunas tienen miedo a que por su voz las reconozcan y temen represalias. Su situación es muy complicada: se encuentran en un país extraño, donde no conocen el idioma. De hecho cuando llegamos es Inha, una joven rubia de treinta y tantos, madre de un chaval de 9 años, se encuentra fuera, a la puerta de entrada del colegio, sentada tomando el sol y mirando el móvil. Cuando nos dirigimos a ella nos confunde con un fraile –igual cree que soy de la ONG del Padre Ángel porque menciona ese nombre pero lo demás no se lo logro entender ya que habla en ucraniano: ni inglés ni español–. Pero la digo que soy periodista de un periódico local de La Bañera y vengo a hacer un reportaje. Por señas me dice que no entiende, que no habla mi idioma, e intento dialogar con ella en inglés –idioma en el que me defiendo aunque con mala pronunciación–, pero también es en vano. Es entonces cuando pone el Google translator y graba mi mensaje de voz y la app se lo traduce. Yo había llamado al timbre y estaba esperando que alguien me abriera para comentar que quería hacer un reportaje sobre su situación, cuando Inha me abre la puerta y va corriendo a llamar a sus compañeras de Odisea y las cuenta la situación: que acaba de llegar un periodista y quiere hablar con ellas y hacerles un reportaje. El primero que sale a los gritos de entusiasmo de su madre es su hijo, Andriy (nombre ficticio). Pronto aparecen más mujeres, algunas con niños. Aleksandreyeva, (nombre ficticio también) tiene dos niñas de 9 y 11 años que juegan en el comedor, con capacidad, cuento, para unas 80 personas (o más), alegremente decorado con cortinas amarillas y naranjas intercaladas, y mesas de 6 personas alrededor de las cuales hay mucho espacio para dar cabida a más gente, alrededor de las cuales empiezan a correr los más pequeños creando una alegre algarabía (ver vídeo). Lesia se pone a hablar con sus compañeras, que salen de sus habitaciones. A mí me ha dicho Inha que espere allí, en el comedor. Inha me ha sacado una silla de la mesa, para que me siente mientras ella va al pasillo que debe dar a los dormitorios hablando en ucraniano, tras lo que aparecen más personas del pasillo. Hasta entonces en aquella estancia no había nadie, pero enseguida inundan la estancia los gritos de niños pequeños, que ajenos seguramente a la gran guerra que se está disputando en su país, se divierten como buenamente pueden, porque no veo juguetes –aunque me suena haber leído en el Bando municipal en el tablón de anuncios de Alija del Infantado el pasado verano, que también solicitaron juguetes para los más pequeños… pero tampoco es que en La Nora del río y en todos esos pueblos de la contorna haya niños: sólo quedan viejos o como se dice ahora, personas de la tercera edad –de hecho La Nora la poca gente con la que me topo al girar mal (giré con el coche al lado contrario y llegué a una iglesia en vez de al colegio). Ante el templo hay unas cinco personas: paro y pregunto. Son personas de 60-70 años. Hay dos mujeres a la puerta de la iglesia hablando entre ellas –parecen vecinas– y dos señores con bastón poco más adelante junto a una señora que les deja tras despedirse de la conversación y se acerca hacia mí y las otras dos mujeres mirando mi coche, un coche extraño ajeno al pueblo (en los pequeños pueblos se conocen todos, y todos conocen el coche de todos y saben quien no es del pueblo). Adaptado a las costumbres de los pueblos salgo al encuentro de la buena señora y la pregunto. –Oiga, ¿para el colegio voy bien? –No. Te has equivocado –me responde ya confiada al oír mi acento de leonés del sur (o sea, de un pueblo cercano)– Tienes que volver por donde has venido y cruzar la carretera –me informa con todo tipo de detalles. Pero la pregunto más minuciosamente porque en muchos de estos pueblos es raro encontrar gente y puede que aquella sea mi última oportunidad de preguntar a alguien (y no quiero perderme). –¿Dirección Alija o dirección Quintana del Marco? –No, casi de frente. Según salgas hay un camino casi de frente que te lleva al colegio. –¿Es ahí donde están los ucranianos? –la pregunto –Sí. No tiene pérdida.
— Tardan en hacerme el café, de color malta, pero no se lo desprecio porque me lo hacen con todo el cariño del mundo ofreciéndome lo poco que tienen. Me lo acompañan de una servilleta de papel para que me limpie las comisuras de los labios, y dos galletas maría, pero me ofrecen bollería, tostadas, de todo lo que tienen a su disposición. El hijo de Inha, que me mira, se hace un sandwich de jamón york después de haber dado vueltas por la estancia escuchando a su madre y sus compañeras refugiadas. Yo, abrumado por su generosidad, tampoco quiero hacer gasto de lo poco que supongo tienen. A parte, vengo de la feria de la cebolla de Villanueva de Jamuz y allí me han ofrecido chorizo, queso, sobrasada en los diferentes stands (ver vídeo en ‘La Bañera Hoy Televisión’ en YouTube).
La conversación se hace lenta porque las chicas que están ahí sólo hablan ucraniano y yo no entiendo, y tenemos que traducir cada frase con la app de Google. Es más, intento evitar frases hechas de las que no se entienda el significado al traducirlas con la app –en algunos momentos me pasa y he de reformular la pregunta–. Lo que al principio iba a ser una hora de espera en llegar su compañera –me pensaba marchar y volver otro rato–, al final me dicen que serán 15 minutos. Me dicen que una de sus compañeras, que sí sabe hablar español, viene de La Bañeza (o de esa dirección), y que voy a poder hablar con ella. Las pregunto qué tal la vida allí. Qué tal la acogida. Y me dicen que todo bien, salvo algún problema de adaptación. –«Yo vengo de una ciudad de 500.000 habitantes –me cuenta Aleksandreyeva. Para mí ha sido duro el cambio (Imagino que en una ciudad de medio millón de personas tendrían cines, teatros y museos, grandes centros comerciales y cafés… y eso aquí no lo tienen.) –«Agradecemos a la gente de este país, de España, su acogida –nos dice Lesia comentando algunos malentendidos que han tenido con la gente de aquí por las diferencias del idioma y la cultura. Gente de los pueblos de alrededor se han quejado porque no limpian el patio y dicen que lo tienen lleno de hierbajos. Yo no visito esa instalación así que no sé si es verdad (no puedo opinar), pero el comedor y las demás estancias sí que las veo limpias y ordenadas, con todos los platos y vasos recogidos en dos estantes junto al microondas… y no hay nada de basura ni tirado por el suelo. Y, a pesar de haber niños, todo parece muy ordenado. –No hacen más que dormir y comer. Al principio mujeres de los pueblos se ofrecieron para ir a cocinar allí, pero se lo trae todo un catering contratado desde Madrid –nos dice un señor en Villanueva–. Aleksandreyeva, rubia de piel rosada casi albina, nos muestra un flan caducado hace apenas tres días –es 2 de octubre y la fecha de caducidad marca 29 de septiembre–. No sé de qué clase social sería en su país antes de venir refugiada a mi país cuando le empezaron a bombardear su ciudad los rusos… Estoy a punto de decirla que en España la mayoría de la población, al menos en nuestra zona, somos pobres y que el Ministro de Agricultura en la Era Rajoy o no sé si de la Era Aznar, Arias Cañete, ya nos dijo a los españoles que no pasaba nada por comer yogures una semana después de su fecha de caducidad y que yo los como así en mi casa. De hecho se me cruza por la cabeza comerme el flan, de primera marca (no marca blanca), delante de ella para demostrarla que está bien, que se puede comer. Que en mi casa no tiro comida. Ella lo aparta. Yo lo hago una fotografía. La verdad es que no veo que les falten comodidades a pesar de las quejas de esta mujer. De hecho en mi casa nunca hubo cafetera hasta que nos sacaron del encierro de la Pandemia, que fue cuando, tras meses sin poder ir al bar a tomar un café cremoso, me compré en una oferta por muy pocos euros comprando 5 cajas de café, una Dolce Gusto con la que me hago capuchinos por 55 céntimos (y así no tener que ir al bar). Antes me tomaba colocaos calentados en el microondas –que hace un par de décadas tampoco existía en mi casa como electrodoméstico– (aún recuerdo cuando vine aquí calentarme en un cazo la leche para desayunar). Aleksandreyeva parece estar acostumbrada a este tipo de comodidades y no la pueden faltar.
Lesia me pregunta que cómo aparezco por allá un domingo. La respondo que estoy de paso. Que me había enterado de su presencia meses atrás, pero que tal y como está la crisis en España y los pocos medios que tiene este pequeño periódico local, no me puedo permitir gastar en gasolina en desplazamientos, y que he aprovechado que me he acercado a grabar la feria de la cebolla de Villanueva de Jamuz (que en 2019 no grabé: el ayuntamiento del Jamuz sí está suscrito a nuestro periódico pero no nos ha contratado publicidad nunca –ni del Tierra de Comediantes ni de nada, así que puedo hacer reportajes los justos, y cubrir las noticias las justas para no gastar mucho gasoil–.) De hecho aprovecho los viajes para hacer dos o tres cosas a la vez: cobrar una factura a un bar de esa zona por la que paso una vez al año… buscar nuevos suscriptores entre los bares de los pueblos de alrededor… y de hecho ese domingo me acerqué al buzón a La Bañeza para depositar los periódicos que van a los suscriptores en el buzón de Correos y ahorrarme el viaje el lunes (tres en uno).
Lesia, Lera y Lyaksandra, parece que lo comprenden: quizás son de clase baja o media como yo, y parece que captan que no soy un gran medio de comunicación y no las voy a poder ayudar a dar voz a todas sus quejas y demandas. Yo sólo me he acercado a preguntarlas su Odisea, saber acerca de su viaje y peregrinación hasta liegar a España, para que me contaran de sus familias, oírlas hablar de la guerra…
Son las 12.30 de la mañana cuando allí me presento allí, en el que es ahora su hogar –en mitad de la nada–, algo que Alona (nombre real: no tiene miedo a darlo aunque no sé si lo he escrito bien). Esta joven de 21 años que llegará poco después y que sí sabe español, aprecia y valora la paz, la tranquilidad y el silencio y retiro ascético que le ofrece el colegio de La Nora, ya que cuando ella huyó de su ciudad, al sur de Ucrania, ya caían bombas. Mykolaiv de hecho está en en el Mar Negro, al borde de la región de Jerson, uno de esos cuatro territorios que se quiere anexionar Rusia –en los que se ha votado para anexionarselos– esta última semana. Wikipedia habla de 486.000 habitantes (en 2017). La diferencia entre vivir en una gran ciudad de 486.000 personas y un pueblo de 86 personas es abismal, pero Alona agradece la paz del campo frente al ruido de las bombas, y la seguridad de La Nora y estar protegidas a la incertidumbre que muchos de sus amigos y familiares están viviendo en su país. Durmiendo en La Nora no teme que le caiga encima una bomba y que derrumbe el techo aplastándola los cascotes de ladrillo y hormigón (como le ha pasado a más de uno de sus compatriotas desde que empezó este conflicto bélico el pasado 24 de febrero) Alona vino a España el 22 de marzo. Cuando llegó ya llevaba un mes viendo caer bombas. En su huída dejó su trabajo, «Digital« nos dice –no la logramos entender bien, suponemos que se referirá a algo de informática, ordenadores, nuevas tecnologías o internet–, y a muchos de sus amigos… aunque vino con otros huyendo de la guerra. Pero no todos están aquí con ella, aunque emprendieron juntos la Odisea de cruzar el país y salir de él en medio de un gran e improvisado viaje. «Tengo una amiga que está en Málaga, pero también gente que la han asilado en Francia –hay refugiados ucranianos por varios países de la Unión Europea–. Alona se mantiene en contacto con sus amigos y familiares que ha dejado allí –la gente anciana se ha quedado en el país: muchos no tenían edad (ni ganas ni fuerzas) para grandes viajes cruzando de punta a punta, de extremo a extremo, todo el continente europeo–. Casi a diario habla con ellos por internet o whats app o teléfono y también contactan por redes sociales. Teme que la guerra no acabe nunca y tiene miedo a la incertidumbre y a la situación que se está generando. Hay gente que lleva ya cinco o seis meses. En La Nora acogieron a varias familias y ha habido diferentes grupos desde el principio, que han ido pasando por el centro, nos cuenta (o al menos eso es lo que la entiendo en su buen español con acento, aunque le cuesta comprender que la pregunto en algunas de mis frases). Hoy hay una veintena de personas, diferentes familias, jóvenes madres de treinta y cuarenta y tantos, y chicas como Alona, de 21 años, que asisten a clases de español.
En el colegio Amor Misericordioso de La Nora tienen carteles pegados en las paredes en español y ucraniano que indican qué es cada estancia, botiquín, etc., pero también informan de los horarios de autobús para desplazarse a La Bañera –por desgracia casi todos los pueblos de nuestra comarca hoy apenas tienen un autobús de Gelo al día de ida por la mañana y vuelta a mediodía. Antes (cuando era Empresa Ramos) había otro bus por la tarde que salía después de comer, sobre las tres y media, hacia la cabecera de comarca –lo utilicé yo cuando no tenía carné de conducir para ir a sacármelo o ir en verano a clases particulares de recuperación–, que volvía a las siete y media (19.30h.) de La Bañera… pero que ya no está, lo que hace que los vecinos de estos pueblos que no tienen coche vivan casi aislados, incomunicados, sobre todo con León. En un tablón de anuncios sito al fondo del hall de entrada informan de clases y cursos: hay uno concebido exclusivamente para ellos, para los refugiados, para aprender español, aunque ninguna de las chicas que veo, excepto Alona, lo hablan. Me preguntan extrañadas, tras tomarme el café, por qué he aparecido por allí un domingo y no entre semana que es cuando hay cuidadores, me dicen. Yo ignoraba todo esto: me pillaba de paso y normalmente trabajo los domingos ya que es cuando más noticias hay –fútbol, ferias, fiestas–. De hecho descanso el martes.
A la una y media del mediodía las mujeres empiezan a sacar bandejas de viandas: ensalada de queso y tomate, fiambre… Huele bien. Me invitan a comer con ellas pero rechazo la invitación, no por nada –en un principio me parece un abuso comer la comida de un refugiado–, pero lo cierto es que la alcaldesa de Jiménez (bueno, de Santa Elena) me ha invitado a la paella y tengo que grabar la otra parte del reportaje que inicie por la mañana tras entrevistar a los artesanos. De hecho a la una y media (en teoría, en nuestra comarca todo se retrasa así que llegaré a tiempo) es la inauguración con autoridades de la feria de Villanueva de Jamuz –que lleva en marcha desde las 11.30 de la mañana, que es cuando aparecí por el pueblo–. Las digo que muchas gracias, pero que coman tranquilas. «Horario europeo! exclamo –Yo en mis viajes por Francia, etc., también me acostumbré a comer pronto y a cenar entre las 5 y 7 de la tarde (en París a las 22.30 h un día laborable no hay nada por las calles). Dejándolas claro qué es lo que pretendo, cual es mi intención: un reportaje blanco (no amarillo), narrando sus historia del viaje y de la guerra, para que lo habla entre ellas y se lo piensen y piensen qué contestarme, regreso a Villanueva de Jamuz donde cerca de las dos dará el discurso Carolina y Jaime.
Lesia, Lera y Lyaksandra, e Inha quedan en contarme a mi vuelta sus historias personales que califican de «tristes. Como no saben español me ofrezco a grabarlas una a una sin saber lo que me dirían, en ucraniano, y que Alona –que es la que ahora me traduce mucho más rápido que el traductor de Google del teléfono móvil de ellas– me diga cuando empezar a grabar y cuando han terminado su historia, historias de guerra, de viajes, de Odiseas, peripecias en un viaje de peregrinación bajo bombas, huyendo de una guerra a un país extraño, al otro lado de una frontera, donde estar a salvo de que una bala acabe con sus vidas o un misil derribe la casa mientras duermen. Acuerdo con Alona que ella me dirá cuando empezar y cuando ha llegado la historia personal de cada una de las integrantes a su fin para parar de grabar. Propongo subir sus historias a YouTube en su idioma original en la confianza de que alguien en YouTube las traduzca a diversos idiomas y las subtitule al inglés o al español, para que quede constancia de lo que estas mujeres, muchas de ellas cargadas con sus hijos, han pasado. Me despido alegremente pensando que este va a ser el reportaje de mi vida, y prometo volver sobre las tres de la tarde, dejándolas comer tranquilas. Sin embargo a mi vuelta dos –Inha y Aleksandreyeva– salen a recibirme al parking ante el colegio y ya no vuelvo a entrar. Hablamos a la sombra de un árbol, con el traductor, al que le tengo que repetir tres veces una de mis frases porque no la graba bien. Aleksandreyeva quiere contarme algo malo, negativo, pero no quiere salir a cámara y la digo que no hay problema por mi parte. A Aleksandreyeva le parece mal que yo la proponga, entonces, grabar dos historias: su viaje y su queja, a parte. Yo estoy interesado en conocer sobre su viaje, sobre qué es la guerra y huir de un país inmerso en ella… en fin, quiero saber sobre sus dramas personales pensando que se sentían bien y queridas al ser acogidas por el pueblo español o el de La Nora. Sin embargo mi propuesta de hacer dos videos, uno contando lo bueno y otro lo malo –sus quejas, sin su imagen y ya sin su voz, porque no quiere que la reconozcan en sus quejas a los cuidadores porque teme que la traten mal–, la ofende. Inha, que es la que me había salido a recibir contenta aquella mañana queda en mandarme en mensajes de whats app traducidos al español, la narración de todo lo que me quieren contar: lo bueno, lo malo… porque no todo son rosas, también hay espinas. La gente de estos pueblos las ha acogido con todo su cariño y buena voluntad y, sin embargo, las diferencias de entendimiento, idiomáticas y culturales, parecen haber distanciado a los comarcanos de los refugiados a los que recibieron con los brazos abiertos donándoles lo poco que tienen en sus casas las humildes gentes de estos pueblos de campo. Las señalo mi número de Whats app en mi tarjeta de visita y me despido de ellas no sin antes preguntarlas: –¿Puedo hablar con la chica que sabía hablar español? –les pregunto a Aleksandreyeva e Inha quedando que me manden sus historias y quejas o lo que quieran («La Bañeza Hoy siempre se ha caracterizado por publicarlo todo). Inha telefonea a su compañera, que sigue dentro. –Ya sale –me responde. Y así es, a los pocos minutos aparece Alona, la joven de 21 años que me cuenta su historia, que podéis ver desde hoy viernes en nuestro canal de YouTube ‘La Bañeza Hoy televisión’ en un reportaje que hemos hecho de toda la visita, desde nuestro traslado desde Castrocalbón a La Nora hasta la entrevista de la tarde, pasando por la recepción de la mañana en la que podréis oír y ver (aunque les hemos pixelado los rostros por ser menores de edad) los niños jugando y correteando por el lugar en un mundo lleno de contrastes.

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